El Peor de los Venenos
No se equivocaba Dostoyevski cuando sugería que “la envidia es el [peor] veneno del alma”. Palabras que hacen eco a otras del buen Libro que sentencia: Porque donde hay envidia y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa (Santiago 3:16).
Es poco frecuente que alguien confiese abiertamente sentir odio contra alguno. Sin embargo, el odio no es solamente el sentimiento extremo de repulsión y de fastidio que induce al deseo homicida, lo es también la simple aversión, el sentirse molesto en presencia de alguien a quien uno no puede, no sabe, o no quiere tolerar. Y este disgusto malsano no siempre nace porque esa persona sea mala con uno, o le haya hecho algún daño, sino, simplemente, porque representa un rival al que uno teme y a quien, mal que pese, uno admira.
Abel, el hijo bueno de Adán y Eva, tuvo su envidioso. Nada menos que su hermano mayor, Caín. Este último, envenenado por la envida, cometió el primer crimen y fratricidio relatado en las Sagradas Escrituras. José Camón Aznar, en el artículo que titulaba “Caín y la envidia”, publicado en el ABC de Madrid, decía:
“Quizá una de las claves para explicar las persecuciones gratuitas, los daños sin sentido, sea ese pequeño gran crimen que es la envidia, que convierte en acidez las relaciones humanas. Algo hay consubstancial con Abel, el de la mirada levantada, el de los brazos oferentes y abiertos. El que extrae de la naturaleza o de su espíritu dones que ofrecer, tiene siempre un trágico destino: el de ser sacrificado. El crimen, con pasos tácitos, camina siempre detrás de sus espaldas… Hay que tener en cuenta que la belleza también es provocación para los caínes: hay que destruirla. Y justo es decir que lo están consiguiendo”.
Martin Alonzo atinó al decir que “la envidia, polilla del talento, lleva el sello diabólico en su origen”. Recordemos que fue precisamente el diablo, entonces Lucifer, quien abrió su corazón a la envidia, enfermedad eruptiva de odios y de deseos homicidas. Cristo se refería al maligno cuando aseveraba: Homicida ha sido desde el comienzo (San Juan 8:44). Ahora bien, el diablo no mató a alguien en el “comienzo”, pero quiso hacerlo. Y ese es el punto. Dios no sólo juzga los hechos, sino las intenciones del corazón.
Vale más amar que envidiar. En el amor no hay envidia (1 Corintios 13:4). El amor es desinterés, es comprensión, está alejado de toda mezquindad. El amor se alegra del bien ajeno. Si nos topamos con la envidia, dejémosla pasar. Vivamos sin ser envidiados si es posible, y, sobretodo, sin ser envidiosos, conscientes de que “con pobre mesa y casa en el campo deleitoso con sólo Dios se acompasa, y a solas su vida pasa, ni envidiado, ni envidioso” (Luis de León).